26 February 2013

De la familia y mis desvaríos

En los últimos días me ha estado rondando el diccionario, la cabezota y las horas un término que —como todos los que valen la pena y nos hacen humanos— es harto complejo, al grado de tener tantas acepciones como homo sapiens hay en el planeta: La familia.

Es evidente que la familia es una forma de organización harto importante y que es de tal relevancia que se le ha llamado "la célula básica de la sociedad". Quien esto escribe no está de acuerdo del todo con este título, puesto que me parece (y que conste que esto es sólo una percepción meramente personal), que en la medida en la que produzcamos mejores personas, capaces de dejar a un lado sus zonas de confort egocéntricas, y que se encuentren entonces habilitadas para formar y consolidar parejas estables, responsables y respetuosas, entonces podremos tener familias con las aspiraciones socio-poéticas que nos han querido vender desde siempre.

Es decir, la familia como concepto es todo a lo que aspiramos como especie: En ella se comparte, se respeta, se quiere incondicionalmente, se apoya, se unifica, se hacen frentes comunes para apoyar a sus miembros en tiempos de desgracia, y se esparce la felicidad franca cuando a alguno de nosotros nos toca el gentil apapacho de Fortuna.

En efecto, la familia es eso y mucho más: Es donde ensamblamos nuestras bases morales, donde perfilamos nuestro comportamiento, el lugar donde aprendemos cómo tratar a nuestros semejantes de todo número de patas; es, en fin, la referencia obligada para saber quiénes somos, y de dónde venimos.

Es cierto, la familia es una forma elemental y deseable, siempre y cuando ésta sea regularmente funcional, éticamente fuerte y socialmente responsable.

Pero más allá de la teoría, a este orate que bloguea le vienen a la sesera dos puntos de quiebre para el concepto de familia:

UNO: Que todos los valores familiares que se quedan en la teoría o en la mera verbalización son nada más que aire caliente. Si decimos amar a los miembros de nuestra familia pero despreciamos sus necesidades (físicas, emocionales o aún jerárquicas), si usamos el vínculo familiar con la Ley de Azadón —es decir, sólo cuando se trata de jalar y jalar, o únicamente cuando nos conviene—, tarde o temprano la unión terminará por reventar. "Obras son amores, y no buenas razones", bien sentenciaban los abuelos.

DOS: Que para que el asunto de la familia cuaje, es indispensable que todos los esfuerzos, las voluntades, los sentimientos y las virtudes hechas obra (ver punto anterior) sean recíprocas, e incumban a todos los miembros que conforman esta micro sociedad. Por más que uno ponga de su parte en entender y atender, en escuchar y en remendar, en entrever y entretejer, mientras no se encuentre con una respuesta al estilo de Newton (de igual dimensión y en sentido opuesto, es decir, de regreso), no esperen que este negocio camine.

Quizás sea por ello que los amigos en cuyas manos pone una la vida, aquellos por los que se meten las manos al fuego con plena certeza de recibir a cambio la misma moneda, ellos a quienes llamamos "hermano" a veces más que a nuestros consanguíneos, esos que tienen para con nosotros los detalles en correspondencia, los que están ahí y de vez en vez nos preguntan : "¿cómo estás?", ellos son a quienes sabiamente la voz popular llama "la familia que elegimos".

Porque en mi corto entendimiento, sólo así se puede conformar una estructura sólida: con todos jalando parejo, cada cual desde su trinchera, en sus propias medidas y proporciones. Entiendo que no se le puede pedir a un niño lo que se le exige a un adulto, pero hay actitudes y voluntades que pesan más que cualquier aportación material, monetaria o física.

Sé también que no soy quién para venir a hablar de familias. Soy un desarraigado que aprendió todo esto por la mala, y quizás estas líneas son como el reporte financiero en voz de un indigente.

Pero en los últimos años he tenido la bendición de reencontrarme con este término. De acuñar nuevas denominaciones donde antes sólo había huecos conceptuales.

Y también he tenido la oportunidad de aprender, y por eso me tomo la libertad de compartir con mis tres lectores estas humildes líneas.

Y tan tán.

10 February 2013

Tolucos...


"Tolucos", mi estimada, no es el gentilicio de quienes nacimos y/o vivimos en esta cuidad. Es, lamentablemente, un término que define a las inmensas mayorías: iletrados por voluntad y analfabetas por decisión; priístas por costumbre, ignorancia o conveniencia personal; indolentes de los derechos, voluntades, necesidades o sentimientos ajenos; más atentos al futbol que a su propia pareja, siempre y cuando el equipo gane, porque ante la derrota dan la espalda y afilan el improperio. Aquellos que son fieles al "quien no tranza no avanza"; a quienes les importa un bledo el patrimonio histórico mientras puedan ganar 13 pesos por hora por coche; quienes dicen ser orgullosamente hijos de esta tiera, pero no son capaces de esperar los 30 segundos de un alto por el bien común y prefieren pasarle encima a su vecino minusválido, antes que aguardar la luz verde de los semáforos... Ellos, que son los más, los que votaron al inamovible partido de los vejestorios, los compadrazgos y las mafias que nos tienen padeciendo un transporte público como el que bien conocemos, los modos subrepticios y putrefactos de conseguir cosas tales como la Justicia, la atención médica, la presteza en los servicios... Ellos son. Son los más. Los que no regresan el saludo, ni ceden el asiento ni la acera a las damas, porque para los hombres, la figura femenina no es más que un satisfactor de las necesidades y exigencias del macho, y para las mujeres esto no es más que llana costumbre. Son los tolucos. Esos que se robaron mi "tacita de plata", mi "Toluca la bella", y la convirtieron en un bastión de la vulgaridad, la grosería infame, la decadencia del valemadrismo.
Ellos son...