25 March 2008

Un cuento

Había una vez una carretera.

Había una vez dos novatos.

Un amor.

Un sólo tiempo.

Un camino lleno de destinos... y vice versa.

Había una vez un oso que cayó perdidamente enamorado de un hada, pero las hadas no se enamoran de los osos.

Al menos no en los clásicos cuentos de hadas.

Había una vez un hatajo de paradigmas rotos dispersos entre los rieles de una mina abandonada.

Había una vez dos soñadores.

Habrá una vez un futuro.

Y colorín colorado, este sueño ya ha empezado...

23 March 2008

De mercado

Hacía años que no me paraba en el Mercado 16 de Septiembre de mi natal Toluca.

Hoy lo hice. Y mi corazón ha dado un vuelco.

Casi había olvidado la maravilla que es un mercado mexicano: Los colores, los olores, las flores, las frutas, las verduras, la carne, la comida...

Y contra todo pronóstico, no ha sido eso lo que me dejó desollado.

Ha sido la gente.

La gente que trabaja desde que los gallos aún están en el quinto sueño, que a diario hacen del fruto de esta tierra rica y vasta el objeto de su quehacer cotidiano y la ponen al alcance de nuestras mesas.

La gente que es amable y sonriente, que no ha olvidado lo que significan frases como: "Buenos días", "Con permiso", "Pase Usted", "Cómo no, ahora mismo le atiendo, joven (ésto último de 'joven' elevó mi moral a las nubes)"... gente que se persigna con una devoción auténtica, que aún espera a los Tlatoanis y a las Coatlicues, pero que el fervor les va en el alma y en el pecho como ofrenda precolombina con sabor a copal y a oblea sagrada. Cuerpo y esencia de dioses sin tiempo.

La gente.

Varones que tocan el ala de su sombrero de faena al paso de una dama; matronas que desde la trinchera de los aguacates y los tomatillos dirigen, como mariscales aguerridos, la vendimia y los dineros; adolescentes que de piocha, piercing y mandil de mezclilla van aprendiendo de sus mayores los tejemanejes del oficio mientras el respeto a sus mentores se forja a punta de cargar a lomo y diablito los petates, las ollas y los huacales, aprendiendo que el trabajo dignifica y libera; los niños que envueltos en manta de cielo y rebozo labran en su memoria a fuego y sangre el acompasado ritmo de la cotidianeidad, los sonidos que les arrullan y que vivirán con ellos todos los días de su vida.

La gente. Mi gente.

El cuerpo reclama piedad ante las horas de ayuno. Abro boca con un licuado de mamey ('mediano', como de un litro) que guardaba en sus entrañas el sabor de la mismísima gloria. Dos locales más adelante, una cuadriga de Valkirias mesoamericanas ofrecen tentaciones a cuyos encantos no es siquiera posible pensar en resistir. Frente a mi, sobre una mesa que formaran tres tablones, hay un platazo de mole verde con arroz rojo y unos frijoles que en el vientre de una cazuela de barro encontraron la razón última de su existencia. Bocado divino y mundano. Le sigue un café de olla enfundado en los aromas de la canela y la seducción inocente del piloncillo. Brebaje dulce y tibio como un beso de adolescencia refrendada al embrujo del recuerdo.

Las jugarretas de la memoria...

Salí del mercado con un hatajo de flores. Con una canasta que rebosaba de frutas más frecas que esta misma mañana de marzo, con el alma desollada y viva, inundada del color de los mangos y las sandías redondas y sonrientes; embriagada de los sabores y los aromas del requesón y el cilantro, los ajos machos de las brujas y las tortillas de maíz azúl.

Y con un renovado amor por esta tierra.

Mi tierra.

17 March 2008

Mi campesina

Verte bajo el sol de este invierno que amenaza con volverse primavera y sentir que la humanidad toda se reinventaba en un palmo de tu tierra fue todo uno solo.

Campesina.

Tu cuerpo se antojaría de primera instancia tan frágil, san suave, tan delicado como las flores que ahora siembras. Más falso no puede ser: El azadón y la pala se vuelven dóciles y mansos bajo la fuerza de tu impulso, bajo la amorosa gúia de tus jeans raídos y tu blusa de lunas naranjas que quizás alguna vez llevste de domingo a la Alameda.

Siembras flores. No son para la venta, como una hectárea de maíz, ni tienen la grandilocuencia de los invernaderos. Y no puedo dejar de imaginar que por las noches del altiplano adornarán la mesa donde tu hombre encontrará el esfurzo de sus días vuleto pan y la dulzura de tus manos llenando el jarrón de vidrio rebozante de astromelias.

Un vallenato arrulla tus caderas. Esas mismas que te hermanan con la tierra que ahora revuelves sobre los bulbos y las matas. Madres ambas. Amantes ambas. Eternas ambas.

Porque en tu vientre reinventaste el milagro de tu parcela personal, y la historia de este mundo desde que es mundo y del tiempo desde que es tiempo se resume en esto. En amar, en volvernos de tierra y de agua, en sembrar, en dejar tras nosotros la huela de nuestra existencia "Por si acaso alguien viene a buscarnos, que tenga algo que encontrar".

Habrá voces que hablen de tí, que te llamen amada, que te llenen de besos de caramelo pasado por la hojarasca de los otoños y las polvaredas que anuncien las lluvias de abril.

Y habrá una, inaudible, inmutable, inasible, que desde las páginas blancas de esta bitácora te llamarán por siempre "mía".

Campesina.

10 March 2008

Las agujetas

Desde que era niño, la premisa en mi casa fue siempre amarrar las agujetas (correas, lazos o como se les quiera llamar) tan fuertemente como fuera posible. Supongo que con el fin de evitar la pérdida de la firmeza, del equilibrio o del preciado artilugio guardián del pie.

Los años en los scouts no fueron la excepción. "Deshuarachando al indio" es un juego de habilidad y fuerza en el que dos oponentes se enfrascan en enforcejada lucha con el fin de despojar al contrario de uno de sus zapatos. Entre mis botas 'Crucero' y mi heredada manía de amarrar a piedra y lodo las agujetas, el resultado era siempre victorioso de mi lado, mientras el pobre e ingenuo enemigo se deshacía en el galimatías de los nudos, los pases y las guardas... Otro indio deshuarachado.

Ha pasado casi un cuarto de siglo desde que dejé la manada y las seisenas, y hasta hace bien poco mi manía por calzarme y garantizar la inamovibilidad de mis agujetas soportó pruebas tan duras como los aeropuertos de Miami y San Juan de Puerto Rico, piedrecillas coladas sin invitación e inclusive alguna que otra urgencia amorosa.

Y de buenas a primeras, en una zapatería de mi vieja Toluca, todo dio un giro.

Me encontré con unos botines (o borceguíes, como se les llamara en otros tiempos) con un corte precioso y una piel que puede fascinarme. Había estado deambulando por el centro biscando unos zapatos que sustituyeran a los de playa y ofrecieran a la par confort y calidez.

Y la amable señorita que me mostró las botas me dijo en un arranque de sabiduría cósmica: "Ay, joven, si le aprieta así las agujetas no deja que el pie crezca al caminar"

Golpe de luz en los recovecos de la conciencia.

Retórica divina en la suave voz de una damicela toluscense.

Sólo hay una manera de crecer, si se quiere andar el camino. Y esa forma se llama equilibro. Un mal amarre y el zapato se pierde. Demasiada presión y no habrá forma de llegar muy lejos.

"Pero es que este sí se fumó algo" dirán algunos.

Pero la verdad es que a veces las señales llegan de donde menos las esperamos, en las formas más inverosímiles y por los medios menos ortodoxos. Así puede ser la vida de infame y de maravillosa al mismo tiempo.

Es hora de aflojar las amarras y crecer. De andar el camino.

Y darle una vuelta a mis nuevas botas.

Tan tan.

09 March 2008

El Reaglo de Polanco

La oficina donde trabajo está justo en los límites de Polanco. Este trocito de capital mexicana qua alguna vez fuera una colonia, como tantas otras en esta y otras ciudades, y que a partir de la segunda mitad del siglo pasado se convirtiera —como la franja de Gaza y Cisjordania— en Territorio Ocupado del Estado de Israel. Para quienes no ubiquen el reverso del enunciado, es el lugar con más judíos por metro cuadrado de todo México.

Pues bien, para mí viajar en metro ha sido siempre una experiencia que va de lo civilizado a lo decadente sin olvidar la barbarie. En un arranque de extremo valor, decidí que era mi deber como ciudadano responsable alivianar en lo posible la carga de contaminantes de esta ciudad y me lancé en metro a mi trabajo.

La estación de metro Polanco queda —lo se ahora— a unos dos o tres kilómetros de Periferico, es decir, de mi oficina. Aún cuando mi paso es constante y más bien apresurado, he de confesar que me eché media hora de caminata por la calle de Horacio, desde el metro hasta Avila Camacho...

Pero no sólo de caminar vive el hombre. He aquí que esta colonia que a pulso se ha ganado su fama de ser nido de ricachones, de judíos y de judíos ricachones (¿habrá de otros?), me regaló con un abanico de imágenes hermosas y relajantes, en contraste con la atestada vialidad que le circunda.

Sobre el amplio y cuidado camellón de las calles de Homero, me encontré con gente de las más diversas raleas: Criadas —como les llamaban en tiempos de nuestros padres— paseando pugs, terriers o poodles, eso si, muy uniformaditas de verde pistache y blanco almidonado (las criadas). Chicas con cara de Raqueles, Sarahs, Ruths u Olgas haciendo su jogging matinal; chicos con pinta de David, Abraham o Jacobo que igual iban del loft que les heredara papi a la oficina que viniera en el mismo testamento en vida, trejeados de Hugo Boss del kippah hasta las suelas; señoras y señoronas, matriarcas consumadas y consumidas que enfundadas en sus abrigos y estolas de pieles antediluvianas perfumaban el aire de naftalina y agua de colonia Sanborns, dejando gorriones y peatones atarantados a su paso.

Y la embajada de la República Federal Alemana (sin comentarios).

Pero lo más fascinante de este encuentro con Polanco fueron los adolescentes del ala más ortodoxa del judaísmo: Muchachos que apenas rebasaban los 13 años y que al haber cumplido con su Bar Mitzvah andan adornando las arboladas callejuelas de Polanco y territorios circunvecinos con una pinta inconfundible: Atuendo de zapatones,pantalones y saco, todo negro, con excepción de la camisa, blanca impecabilísima, pelo rizado generalmente largo, complexión ultra-delgada, bicicleta low-rider y como símblo distintivo —como si todo lo demás no lo fuera—, un sombrero de fieltro negro, el cual, supongo, se fabrica sólo en una talla, pues algunos de estos hijos predilectos de Abraham lo detenían literalmente con las orejas o con la nariz... ni cómo juzgarlos, mientras otros tantos (misterios insondeables de la adolescencia y la genética) apenas lo calzaban a la altura de las sienes... supongo que detenido con los mismos pasadores con los que detienen su kippah...

Y ese fue el regalo de Polanco, donde en mi tierna infancia pensé que habría visto sus primeras luces el mismísimo Paul Anka... viví en el error por años y años, hasta que descubrí que tales honores (...) eran parte del herario cultural de Ottawa... Ni modo.

Fue un triunfo de la razón sobre la materia que llegara a tiempo a mi trabajo. Llegué jadeando, sudando y... a pie, para sorpresa de los guardias, que de no ser por mi super llave-multipass me habrían echado a la calle por chamagoso y por xodido, emulando a la Menchú.

Polanco es un lindo lugar para visitar. Confieso que la gente que llegaba a reparar en mi presencia me veía como si recién acabara de dejar la sinagoga y me fundía con el entorno como parte de este Territorio Ocupado, al cual, sin dudas, volveré.

¡Shalom!