Laluz del día estaba aún indecisa entre quedarse arropada en el horizonte o salir a perseguir las alturas del cenit.
Yo iba de prisa a la apertura del Museo de Numismática. Había una exposición de antigüedades y no quería perderla.
Y he aquí que se produjo el milagro: A la entrada de uno de esos caserones decimonónicos que olvidaran los planes sexenales, un pequeño parasol de papel de china verde salió a mi encuientro. Volteó al cielo para encontrarse con la claridad, que haragana comenzaba el camino que le indicaban las nubes y desveló ante mi mirada una carita que encarnó en sonrisa y se desgranó como una mazorca de luz vestida de la verde sombra de su chaperón.
Un instante.
Una sonrisa cómplice y dulzona, como mazapán de almendras.
Una mirada a esas pupilas que en los ocho o diez años que llevan en la Tierra se han bebido tanta luminiscencia como para llenar una mañana de enero ellas solitas.
Una carita vestida de sol.
Y unas líneas que quizás nunca lleguen a ellas.
Pero que de tan dulces no cabían más en el tintero.
Y tan tan.